lunes, mayo 29, 2006

(Las Partículas Elementales)



Una cosa era segura: nadie sabía ya cómo vivir. Bueno, estaba exagerando: algunos parecían movilizados, como si los arrastrara una causa; su vida parecía cargada de sentido. Los militantes de Act Up, por ejemplo, creían importante que pusieran ciertos anuncios en la tele que otros consideraban pornográficos, en los que se veían diversas prácticas homosexuales filmadas en primer plano. Por lo general, su vida parecía agradable y activa, salpicada de acontecimientos variados. Tenían muchos amantes, se daban por el culo en los backrooms. A veces los preservativos resbalaban o se rompían. Entonces se morían de sida; pero también esa muerte tenía un sentido militante y digno. Por otra parte la televisión, sobre todo el primer canal, daba una lección permanente de dignidad. De adolescente, Michel creía que el sufrimiento otorgaba al hombre una dignidad adicional. Ahora tenía que reconocer que estaba equivocado. Lo que otorgaba al hombre una dignidad adicional era la televisión.



La muerte iguala a todo el mundo.



Él empezaba a tener un poco de sueño; ya no pedía nada, ya no buscaba nada, ya no estaba en ningún sitio; despacio y paso a paso su espíritu ascendía al reino del no ser, al puro éxtasis de la no presencia en el mundo. Por primera vez desde que tenía trece años, Bruno se sintió casi feliz.



«Sophie», volvió a exclamar Bruno, «¿sabes lo que Nietzsche escribió sobre Shakespeare? “¡Lo que ese hombre tuvo que sufrir para tener tal necesidad de hacer el bufón!” Shakespeare siempre me ha parecido un autor sobrevalorado; pero desde luego era un bufón notable.»



Bruno se relajó un poco. La pareja no le prestaba ninguna atención: la chica seguía moviéndose encima del tipo, y estaba empezando a gemir. No podía verle la cara. El hombre también empezó a respirar ruidosamente. Los movimientos de la chica se hicieron más rápidos; se echó hacia atrás un momento, la luna iluminó fugazmente sus pechos; la masa de cabellos oscuros le ocultaba el rostro. Luego se pegó a su compañero, rodeándolo con los brazos; él respiró todavía más fuerte, dio un largo gruñido y se calló.

Se quedaron abrazados dos minutos; luego el hombre se levantó y salió del agua. Antes de vestirse, se quitó un preservativo del sexo. Bruno vio, con sorpresa, que la mujer no se movía. Los pasos del hombre se alejaron y volvió el silencio. Ella estiró las piernas en el agua. Bruno hizo lo mismo. Un pie le tocó el muslo, rozó el pene. Con un ligero chapoteo, ella se separó del borde y se acercó a él. Ahora las nubes velaban la luna; la mujer estaba a cincuenta centímetros, pero todavía no podía distinguir sus rasgos. Un brazo le rodeó la cadera, el otro los hombros. Bruno se apretó contra ella, con la cara a la altura de su pecho; tenía los senos pequeños y firmes. Soltó el borde y se abandonó al abrazo. Sintió que ella volvía al centro del jacuzzi y que luego empezaba a girar lentamente sobre sí misma. Los músculos del cuello de Bruno se relajaron de golpe; tenía la cabeza muy pesada. El rumor del agua, débil en la superficie, se transformaba unos centímetros más abajo en un poderoso rugido submarino. Las estrellas giraban suavemente sobre su rostro. Se relajó en los brazos de la mujer, su sexo erecto emergió a la superficie. Ella movió un poco las manos, él apenas sentía la caricia, estaba en un estado de ingravidez total. El largo pelo le rozó el vientre, y luego la lengua de la chica tocó la punta del glande. Todo el cuerpo de Bruno se estremeció de felicidad. Ella cerró los labios y despacio, muy despacio, se lo metió en la boca. Él cerró los ojos; le recorrían escalofríos de éxtasis. El gruñido submarino era infinitamente tranquilizador. Cuando los labios de la chica llegaron a la base del pene, él empezó a sentir las contracciones de su garganta. Aumentaron las ondas de placer en su cuerpo, al mismo tiempo se sentía acunado por las corrientes submarinas; de pronto sintió mucho calor. Ella contraía suavemente las paredes de la garganta, y toda la energía de Bruno fluyó de golpe a su sexo. Se corrió con un alarido; nunca había experimentado tanto placer.


Bruno se daría cuenta de lo raro que era encontrar algo así. La mayoría de las mujeres lo hacen con brutalidad, sin el menor matiz. Aprietan demasiado fuerte, sacuden la polla con un frenesí estúpido, puede que para imitar a las actrices de cine porno. Tal vez en la pantalla fuese espectacular, pero el resultado táctil era un desastre, incluso francamente doloroso.


Una de las características más sorprendentes del amor físico es la sensación de intimidad que procura, al menos cuando va acompañado de un mínimo de simpatía mutua. Ya en los primeros minutos se pasa del usted al tú, y parece que la amante, incluso si la hemos conocido la noche anterior, tiene derecho a ciertas confidencias que no le haríamos a ninguna otra persona.

Esa noche, Bruno le contó a Christiane cosas que nunca le había contado a nadie, ni siquiera a Michel, y mucho menos a su psiquiatra. Le habló de su infancia, de la muerte de su abuela y de las humillaciones en el internado masculino. Le habló de su adolescencia y de las masturbaciones en el tren, a unos metros de las chicas; le habló de los veranos en casa de su padre. Christiane escuchaba acariciándole el pelo.


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