miércoles, mayo 31, 2006

Las partículas elementales (en los descuentos)

Al entrar en la cocina pensó que la creencia en una determinación libre y racional de las acciones humanas, y especialmente en una determinación libre y racional de las elecciones políticas individuales, fundamento natural de la democracia, era seguramente el resultado de una confusión entre libertad e imprevisibilidad. Las turbulencias de la marea junto al pilar de un puente son estructuralmente imprevisibles; pero a nadie se le ocurriría calificarlas de libres por esa razón.


Ella había vivido: había tomado coca, había participado en orgías, había dormido en hoteles de lujo. Situada, por su belleza, en el epicentro de aquel movimiento de liberación de las costumbres que había caracterizado su juventud, lo había sufrido especialmente; y en definitiva casi se había dejado la vida en ello.


El deseo y el placer, que son fenómenos culturales, antropológicos, secundarios, no explican a fin de cuentas la sexualidad; lejos de ser factores determinantes, están sociológicamente determinados. En un sistema monógamo, romántico y amoroso, sólo pueden alcanzarse a través del ser amado, que en principio es único. En la sociedad liberal en la que vivían Bruno y Christiane, el modelo sexual propuesto por la cultura oficial (publicidad, revistas, organismos sociales y de salud pública) era el de la aventura. Dentro de un sistema así, el deseo y el placer aparecen como desenlace de un proceso de seducción, haciendo hincapié en la novedad, la pasión y la creatividad individual (cualidades por otra parte requeridas a los empleados en el marco de la vida profesional).


La desaparición de los criterios de seducción intelectuales y morales en provecho de unos criterios puramente físicos empujaba poco a poco a los aficionados a las discotecas para parejas a un sistema ligeramente distinto, que se podía considerar el fantasma de la cultura oficial: el sistema sadiano. Dentro de este sistema todas las pollas están tiesas y son desmesuradas, los senos son de silicona, los coños siempre van depilados y rezumantes. Las clientes habituales de las discotecas por parejas, a menudo lectoras de Connexion o Hot Video, tenían un objetivo muy simple cada noche: que las empalaran muchas pollas enormes. Lo normal era que su siguiente etapa fuesen los clubs sadomasoquistas. El placer es cosa de costumbre, como seguramente habría dicho Pascal si le hubieran interesado este tipo de asuntos.



Su relación con Christiane, que le había dado más alegría que cualquier otro acontecimiento de su vida, era una relación importante y seria. Al menos era lo que pensaba a veces, cuando la miraba vestirse o ajetrearse en la cocina. Pero la mayor parte del tiempo, mientras estaba lejos de él durante la semana, sentía que estaba metido en una farsa barata, que la vida le estaba gastando una última y sórdida broma. La desgracia sólo alcanza su punto más alto cuando hemos visto, lo bastante cerca, la posibilidad práctica de la felicidad.


Los elementos de la conciencia contemporánea ya no están adaptados a nuestra condición mortal. Nunca, en ninguna época y en ninguna otra civilización, se ha pensado tanto y tan constantemente en la edad; la gente tiene en la cabeza una idea muy simple del futuro: llegará un momento en que la suma de los placeres físicos que uno puede esperar de la vida sea inferior a la suma de los dolores (uno siente, en el fondo de sí mismo, el giro del contador; y el contador siempre gira en el mismo sentido). Este examen racional de placeres y dolores, que cada cual se ve empujado a hacer tarde o temprano, conduce inexorablemente a partir de cierta edad al suicidio.


Los niños soportan el mundo que los adultos han construido para ellos, intentan adaptarse a él lo mejor que pueden; lo más normal es que al final lo reproduzcan.


Estos imbéciles de los hippies...
—dijo mientras se sentaba de nuevo—. Siguen convencidos de que la religión es una iniciativa individual basada en la meditación, la búsqueda espiritual, etc. Son incapaces de darse cuenta de que es todo lo contrario, una actividad puramente social, basada en el establecimiento de ritos, reglas y ceremonias. Según Auguste Comte, el único objetivo de la religión es llevar a la humanidad a un estado de unidad perfecta.


Actualmente, las chicas eran más espabiladas y más racionales. Se preocupaban, ante todo, de terminar sus estudios, para asegurarse un futuro profesional decente. Para ellas, salir con chicos sólo era una actividad de tiempo libre, un entretenimiento en el que intervenían a partes iguales el placer sexual y la satisfacción narcisista. Más tarde su objetivo era un matrimonio bien calculado, en el que ambas situaciones socioprofesionales se adecuaran y hubiera una cierta comunidad de gustos. Claro que así se negaban cualquier posibilidad de ser felices —la felicidad era indisociable de estados fusionales y regresivos incompatibles con la práctica de la razón—, pero de esa manera esperaban no tener que sufrir los tormentos sentimentales y morales que habían torturado a sus predecesoras. Esta esperanza se desvanecía con rapidez; la desaparición de los tormentos pasionales dejaba el campo libre al aburrimiento, la sensación de vacío, la angustiada espera de la vejez y de la muerte. De hecho, la segunda mitad de la vida de Annabelle había sido mucho más triste y sombría que la primera; y al final de su vida no guardaba de ella ningún recuerdo.

martes, mayo 30, 2006

¡ Las partículas Elementales !

La mutación metafísica que originó el materialismo y la ciencia moderna tuvo dos grandes consecuencias: el racionalismo y el individualismo. El error de Huxley fue evaluar mal la relación de fuerzas entre ambas consecuencias. Más concretamente, su error fue subestimar el aumento del individualismo producido por la conciencia creciente de la muerte. Del individualismo surgen la libertad, el sentimiento del yo, la necesidad de distinguirse y superar a los demás. En una sociedad racional como la que describe “Un Mundo Feliz”, la lucha puede atenuarse. La competencia económica, metáfora del dominio del espacio, no tiene razón de ser en una sociedad rica, que controla los flujos económicos. La competencia sexual, metáfora del dominio del tiempo mediante la procreación, no tiene razón de ser en una sociedad en la que el sexo y la procreación están perfectamente separados; pero Huxley olvida tener en cuenta el individualismo. No supo comprender que el sexo, una vez disociado de la procreación, subsiste no ya como principio de placer, sino como principio de diferenciación narcisista; lo mismo ocurre con el deseo de riquezas. ¿Por qué el modelo socialdemócrata sueco no ha logrado nunca sustituir al modelo liberal? ¿Por qué nunca se ha aplicado al ámbito de la satisfacción sexual? Porque la mutación metafísica operada por la ciencia moderna conlleva la individuación, la vanidad, el odio y el deseo. En sí, el deseo, al contrario que el placer, es fuente de sufrimiento, odio e infelicidad. Esto lo sabían y enseñaban todos los filósofos: no sólo los budistas o los cristianos, sino todos los filósofos dignos de tal nombre. La solución de los utopistas, de Platón a Huxley pasando por Fourier, consiste en extinguir el deseo y el sufrimiento que provoca preconizando su inmediata satisfacción. En el extremo opuesto, la sociedad erótico–publicitaria en la que vivimos se empeña en organizar el deseo, en aumentar el deseo en proporciones inauditas, mientras mantiene la satisfacción en el ámbito de lo privado. Para que la sociedad funcione, para que continúe la competencia, el deseo tiene que crecer, extenderse y devorar la vida de los hombres. Michel se secó la frente, agotado; no había tocado su plato.


Treinta años más tarde, se veía obligado una vez más a llegar a la misma conclusión: no cabía duda de que las mujeres eran mejores que los hombres. Eran más dulces, más amables, más cariñosas, más compasivas; menos inclinadas a la violencia, al egoísmo, a la autoafirmación, a la crueldad. Además eran más razonables, más inteligentes y más trabajadoras.

En el fondo, se preguntaba Michel observando los movimientos del sol sobre las cortinas, ¿para qué servían los hombres? Puede que en épocas anteriores, cuando había muchos osos, la virilidad desempeñara un papel específico e insustituible; pero hacía siglos que los hombres, evidentemente, ya no servían para casi nada. A veces mataban el aburrimiento jugando partidos de tenis, cosa que era un mal menor; pero a veces les parecía útil hacer avanzar la historia, es decir, provocar revoluciones y guerras, esencialmente. Además del absurdo sufrimiento que causaban, las revoluciones y las guerras destruían lo mejor del pasado, obligando siempre a hacer tabla rasa para volver a edificar. Si no se inscribía en el curso regular de un avance progresivo, la evolución humana cobraba un cariz caótico, desestructurado, irregular y violento. Los hombres, con su amor por el riesgo y el juego, su grotesca vanidad, su irresponsabilidad, su violencia innata, eran directamente responsables de todo eso. Desde todos los puntos de vista, un mundo compuesto sólo de mujeres sería infinitamente superior; evolucionaría más despacio pero con regularidad, sin retrocesos ni nefastas reincriminaciones, hacia un estado de felicidad común.


Por lo general, la primera reacción de un animal frustrado es intentar alcanzar su objetivo con más fuerza que antes. Por ejemplo, una gallina hambrienta ( Gallus domesticus) a la que un cercado de alambre le impide llegar a la comida, hará unos esfuerzos cada vez más frenéticos para atravesar el cercado. Sin embargo otro comportamiento, sin objetivo aparente, sustituirá poco a poco al primero. Las palomas ( Columba livia) picotean el suelo sin parar cuando no pueden conseguir el codiciado alimento, aunque en el suelo no haya nada comestible. Y no sólo picotean de ese modo indiscriminado, sino que a menudo se alisan las plumas; esa conducta tan fuera de lugar, frecuente en las situaciones que implican frustración o conflicto, se llama conducta sustitutiva. A principios de 1986, poco después de cumplir treinta años, Bruno empezó a escribir.


Al considerar los acontecimientos presentes de nuestra vida, oscilamos constantemente entre la fe en el azar y la evidencia del determinismo. Sin embargo, cuando se trata del pasado, no tenemos la menor duda: nos parece obvio que todo ha ocurrido del modo en que, efectivamente, tenía que ocurrir.


El placer sexual (el más intenso que conoce el ser humano) se apoya sobre todo en las sensaciones táctiles, especialmente en la excitación racional de zonas epidérmicas concretas cubiertas de corpúsculos de Krause, a su vez vinculados a neuronas capaces de desencadenar en el hipotálamo una fuerte descarga de endorfinas. Gracias a la sucesión de las generaciones culturales, a este sistema simple se le superpone en el neocórtex una construcción mental más compleja que recurre a los fantasmas y (sobre todo en las mujeres) al amor.



La tradicional lucidez de los depresivos, descrita a menudo como un desinterés radical por las preocupaciones humanas, se manifiesta ante todo como una falta de implicación en los asuntos que realmente son poco interesantes. De hecho, es posible imaginar a un depresivo enamorado, pero un depresivo patriota resulta inconcebible.

lunes, mayo 29, 2006

(Las Partículas Elementales)



Una cosa era segura: nadie sabía ya cómo vivir. Bueno, estaba exagerando: algunos parecían movilizados, como si los arrastrara una causa; su vida parecía cargada de sentido. Los militantes de Act Up, por ejemplo, creían importante que pusieran ciertos anuncios en la tele que otros consideraban pornográficos, en los que se veían diversas prácticas homosexuales filmadas en primer plano. Por lo general, su vida parecía agradable y activa, salpicada de acontecimientos variados. Tenían muchos amantes, se daban por el culo en los backrooms. A veces los preservativos resbalaban o se rompían. Entonces se morían de sida; pero también esa muerte tenía un sentido militante y digno. Por otra parte la televisión, sobre todo el primer canal, daba una lección permanente de dignidad. De adolescente, Michel creía que el sufrimiento otorgaba al hombre una dignidad adicional. Ahora tenía que reconocer que estaba equivocado. Lo que otorgaba al hombre una dignidad adicional era la televisión.



La muerte iguala a todo el mundo.



Él empezaba a tener un poco de sueño; ya no pedía nada, ya no buscaba nada, ya no estaba en ningún sitio; despacio y paso a paso su espíritu ascendía al reino del no ser, al puro éxtasis de la no presencia en el mundo. Por primera vez desde que tenía trece años, Bruno se sintió casi feliz.



«Sophie», volvió a exclamar Bruno, «¿sabes lo que Nietzsche escribió sobre Shakespeare? “¡Lo que ese hombre tuvo que sufrir para tener tal necesidad de hacer el bufón!” Shakespeare siempre me ha parecido un autor sobrevalorado; pero desde luego era un bufón notable.»



Bruno se relajó un poco. La pareja no le prestaba ninguna atención: la chica seguía moviéndose encima del tipo, y estaba empezando a gemir. No podía verle la cara. El hombre también empezó a respirar ruidosamente. Los movimientos de la chica se hicieron más rápidos; se echó hacia atrás un momento, la luna iluminó fugazmente sus pechos; la masa de cabellos oscuros le ocultaba el rostro. Luego se pegó a su compañero, rodeándolo con los brazos; él respiró todavía más fuerte, dio un largo gruñido y se calló.

Se quedaron abrazados dos minutos; luego el hombre se levantó y salió del agua. Antes de vestirse, se quitó un preservativo del sexo. Bruno vio, con sorpresa, que la mujer no se movía. Los pasos del hombre se alejaron y volvió el silencio. Ella estiró las piernas en el agua. Bruno hizo lo mismo. Un pie le tocó el muslo, rozó el pene. Con un ligero chapoteo, ella se separó del borde y se acercó a él. Ahora las nubes velaban la luna; la mujer estaba a cincuenta centímetros, pero todavía no podía distinguir sus rasgos. Un brazo le rodeó la cadera, el otro los hombros. Bruno se apretó contra ella, con la cara a la altura de su pecho; tenía los senos pequeños y firmes. Soltó el borde y se abandonó al abrazo. Sintió que ella volvía al centro del jacuzzi y que luego empezaba a girar lentamente sobre sí misma. Los músculos del cuello de Bruno se relajaron de golpe; tenía la cabeza muy pesada. El rumor del agua, débil en la superficie, se transformaba unos centímetros más abajo en un poderoso rugido submarino. Las estrellas giraban suavemente sobre su rostro. Se relajó en los brazos de la mujer, su sexo erecto emergió a la superficie. Ella movió un poco las manos, él apenas sentía la caricia, estaba en un estado de ingravidez total. El largo pelo le rozó el vientre, y luego la lengua de la chica tocó la punta del glande. Todo el cuerpo de Bruno se estremeció de felicidad. Ella cerró los labios y despacio, muy despacio, se lo metió en la boca. Él cerró los ojos; le recorrían escalofríos de éxtasis. El gruñido submarino era infinitamente tranquilizador. Cuando los labios de la chica llegaron a la base del pene, él empezó a sentir las contracciones de su garganta. Aumentaron las ondas de placer en su cuerpo, al mismo tiempo se sentía acunado por las corrientes submarinas; de pronto sintió mucho calor. Ella contraía suavemente las paredes de la garganta, y toda la energía de Bruno fluyó de golpe a su sexo. Se corrió con un alarido; nunca había experimentado tanto placer.


Bruno se daría cuenta de lo raro que era encontrar algo así. La mayoría de las mujeres lo hacen con brutalidad, sin el menor matiz. Aprietan demasiado fuerte, sacuden la polla con un frenesí estúpido, puede que para imitar a las actrices de cine porno. Tal vez en la pantalla fuese espectacular, pero el resultado táctil era un desastre, incluso francamente doloroso.


Una de las características más sorprendentes del amor físico es la sensación de intimidad que procura, al menos cuando va acompañado de un mínimo de simpatía mutua. Ya en los primeros minutos se pasa del usted al tú, y parece que la amante, incluso si la hemos conocido la noche anterior, tiene derecho a ciertas confidencias que no le haríamos a ninguna otra persona.

Esa noche, Bruno le contó a Christiane cosas que nunca le había contado a nadie, ni siquiera a Michel, y mucho menos a su psiquiatra. Le habló de su infancia, de la muerte de su abuela y de las humillaciones en el internado masculino. Le habló de su adolescencia y de las masturbaciones en el tren, a unos metros de las chicas; le habló de los veranos en casa de su padre. Christiane escuchaba acariciándole el pelo.


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